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Por el profesor Jaime Sanabria (ECIJA SBGB)
Un tatuaje podría considerarse como un lienzo epidérmico de la personalidad, una exhibición permanente de la intimidad, una fusión entre lo artístico y lo propio.
El tatuaje viene experimentando un auge quizá desde los años 80 del siglo anterior y lejos de perder el vigor de lo minoritario y contraerse, se ha extendido su implantación sobre las pieles con una energía globalizada que afecta también a Puerto Rico.
Pero no solo el tatuaje ejerce de testigo de esa pretendida diferenciación de la personalidad que quien se lo hace quiere manifestar ante sí mismo y sus prójimos, bien de su círculo, bien de los ajenos.
En la actualidad, un numeroso grupo de individuos apuesta por exteriorizar su personalidad de un modo más llamativo y a los tatuajes se le suman los piercings y también el teñido de cabellos con tonos apartados de lo tradicional.
Este estallido de notoriedad individualizada, como todo lo que transgrede los viejos órdenes establecidos, los que han ido forjando las leyes que regulan relaciones y convivencias, requiere de una progresiva educación social, en particular de quienes mantienen unos estándares de clasicismo en la mirada.
Siempre la mirada es la clave para la aceptación de cualquier contingencia humana (máxime las novedosas), por aquello de que no hay realidad absoluta sino interpretaciones en virtud de las escalas subjetivas de los intérpretes.
Por consiguiente, esa educación de la mirada debe comenzar por normalizar las prácticas diferenciadoras que las personas deciden incorporar a ese espacio de libertad delimitado por su propio cuerpo.
Los legisladores procuran que las leyes vayan acomodándose a los usos y costumbres de cada época, y de su flexibilidad para adecuarse a lo evolutivo depende la prosperidad de las sociedades y los territorios.
En estos días, la Cámara de Representantes de Puerto Rico se encuentra debatiendo sobre el discrimen en el entorno laboral contra personas por razón de su identidad física exterior.
El Proyecto de la Cámara 566 procura enmendar, entre otras, la ley general que prohíbe el discrimen en el empleo en Puerto Rico.
Busca, con la propuesta de enmienda, complementar la enumeración de categorías protegidas por las cuales una persona no puede ser discriminada para la obtención de un puesto de trabajo o la continuación en él.
El texto propuesto no puede ser más concreto, ni más preciso: "...tener tatuajes, piercings o cabello teñido de colores no tradicionales o naturales".
Doce palabras para subvertir los prejuicios de la perspectiva de quienes tienen la potestad de contratar, despedir, promover, promocionar o degradar a empleados, ya sea en el sector público o privado.
Doce palabras que aún no modifican ley alguna, pero que persiguen ampliar las protecciones existentes y deberían bastar en un futuro cercano para que no se produjeran situaciones de juicios arbitrarios basadas en la apariencia física de una persona.
Doce palabras que se convierten en la declaración de intenciones que abre el texto del Proyecto de Ley y que no son otras que "el repudio en contra del discrimen de personas con tatuajes, «piercings» o cabello teñido de colores no tradicionales o naturales en el empleo público y privado».
El añadido troncal de «repudio», «discrimen», «público» y «privado», por su esencialidad semántica, convierten a ese casi laconismo normativo en todo un dirigismo purificador del crisol de quienes toman decisiones laborales sobre personas bajo su supervisión.
Aunque son entendibles algunos rechazos por causas meramente visuales como las que recogen esas aludidas doce palabras, no per se, sino por la dificultad de sacudirse las herencias educativas de una cuota de población puertorriqueña que a menudo coincide con la de mayor edad, aunque también la que ha recibido una educación más tradicionalista.
En el entorno laboral, las personas deben ser juzgadas por su actitud y aptitud: dos términos que, en conjunto, desembocan en el concepto «mérito«, por encima de su imagen o identidad visual.
No obstante, algunos segmentos de la sociedad puertorriqueña defienden en abstracto que determinados procederes sobre el cuerpo son manifestaciones de un inconformismo que va más allá de la mera recreación artística del individualismo sobre la piel, en el caso de los tatuajes o los piercings, y asocian a los individuos con similares gustos en tribus o sectas, algunas de ellas inclinadas a contender contra el sistema, bien activamente o mostrando una indolencia contrapuesta a la productividad.
Aunque es innegable que eso ocurre, no es menos innegable que esos grupos constituyen una exigua minoría que no debe interferir en la mirada común puertorriqueña sobre quienes practican esa libertad estética sobre el envoltorio de su cuerpo.
Alguien que exhibe un brazo tatuado debe tener la misma consideración y protección que quien expresa su rechazo a una idea. Asignar un puesto de trabajo a quien luce un piercing en su nariz no debe suponer un hándicap añadido respecto a un hincha del Barca o del Real Madrid, a un calvo, a un heteroxesual, a un taíno, etcétera.
De hecho, cualquier persona que decida adoptar una apariencia física que no se ajuste a «lo tradicional» debería tener protección jurídica.
Solo la preparación para ocupar un puesto de trabajo y la suma de la actitud y la aptitud en su desempeño debieran ser los únicos raseros para adjudicarlo o valorarlo, respectivamente, dejando de lado las cuestiones de imagen externa.
El estamento político debe dar ese primer golpe legislativo necesario para erradicar cualquier tabú laboral discriminatorio. Los mecanismos institucionales para escoger candidatos derivados de la oferta de empleo deben despojarse de cualquier connotación que suponga exclusión alguna por otras razones que no sean los propios méritos. Del mismo, se deben desterrar los prejuicios sobre las intervenciones estéticas de los individuos en sus cuerpos a la hora de contratarlos, porque quizá se estén perdiendo a un excelente profesional en potencia.
Se hace necesario que los distintos actores sociales acomoden su mirada ideológica a la evolución y acepten los tatuajes, los piercings y los pelos teñidos con tonos fuera del rango tradicional como uno de los múltiples signos de lo móvil y acelerado del progreso.
Dentro de cinco, ocho, 17 años será momento de legislar sobre el estatuto de los robots en el ámbito laboral, y dentro de seis, nueve o 17 sobre los cyborgs por venir. Y así, hasta que el transhumanismo arroje una nueva especie de homínido que conviva con nosotros los sapiens y requiera de sus propias leyes.
Aceptemos lo que vamos siendo, ignoremos signos visuales exteriores identitarios y reparemos en la eficiencia, la disposición y el buen desempeño para baremar la solidez profesional de cualquier trabajador.
Solo de ese modo, sin juicios ni prejuicios, conseguiremos sacar el máximo potencial de la fuerza laboral de nuestra sociedad para seguir elevando los estándares puertorriqueños de bienestar.