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Las opiniones expresadas en este artículo son únicamente del(a) autor(a) y no reflejan las opiniones y creencias de Microjuris o sus afiliados.
Por la Lcda. Sonia Ivette Vélez Colón
Profesora de Derecho
Jueza Retirada, Ex Administradora de Tribunales
La muerte de Gabriela Nicole, una joven de 16 años asesinada recientemente, ha estremecido al país. Y con toda razón. La indignación colectiva es genuina. El dolor, innegable y profundo. Aun en medio del duelo y de la legítima exigencia de justicia, hay que mirar con rigor el proceso judicial seguido hasta ahora el que invita a los juristas a la reflexión. ¿Quién decide cuándo un menor debe ser acusado y procesado como adulto? ¿Y cuál es el momento correcto para hacerlo?
La Ley Núm. 88 de 1986, según enmendada, que rige el tratamiento judicial de menores en Puerto Rico, cubriendo procesos entre los 13 y 18 años, establece que el Tribunal de Menores no tendrá autoridad para conocer de todo caso en que se impute a un menor, que hubiere cumplido 15 años, la comisión de hechos constitutivos de asesinato en primer grado. En esos casos, el menor será procesado como adulto. Según redactado, no se requiere una renuncia formal de jurisdicción, distinto a si tuviera 14 años o menos.
Esta disposición, aunque parece clara en lo sustantivo, deja abierta una pregunta procesal fundamental que hay que contestar para tener y mantener un sistema coherente: ¿quién determina que el delito imputado es de naturaleza grave y que será procesado como adulto? ¿La pérdida de jurisdicción debe ocurrir por simple imputación del Ministerio Público, de forma unilateral, o tras una determinación judicial de causa probable hecha por un juez o jueza? ¿Hasta dónde llega la autoridad del Ministerio Público en esta etapa para desplazar la jurisdicción del Tribunal de Menores?
Para los efectos de esta discusión, no se cuestiona la disposición de ley, sino el momento y el mecanismo por el cual se determina que los hechos son constitutivos de asesinato en primer grado, que el Tribunal de Menores perdió jurisdicción y que el proceso se iniciará como adulto. El derecho sustantivo puede excluir la jurisdicción del tribunal de menores, pero para tener un sistema con coherencia, el derecho procesal tendría que requerir que esa imputación se formalice ante el tribunal que corresponde conforme a la edad de la parte imputada, que se celebre una vista, que se determine causa para arresto y para acusar, y que si se dan los elementos entonces se produzca el cambio de jurisdicción.
Existe una posibilidad que no puede ignorarse: que el tribunal, al evaluar los hechos, en la etapa de determinación de causa y la posterior vista preliminar, concluya que se trata de un delito menor o de una falta que no conlleva la pérdida automática de jurisdicción. En ese escenario, el caso se mantendría bajo el amparo del sistema juvenil, con sus garantías de rehabilitación, confidencialidad y proporcionalidad. O, en su defecto, se atendería entonces la vista de renuncia de jurisdicción.
Procesar a un menor como adulto no es una decisión liviana. Implica exponerlo a penas más severas, a procesos penales ordinarios y a una narrativa pública distinta. Por eso, incluso cuando la ley permite el cambio de jurisdicción, el proceso debe necesariamente iniciar en el Tribunal de Menores, donde se evalúa la causa probable, se garantiza representación legal y confidencialidad, hasta que recaiga la determinación final sobre jurisdicción.
Lo contrario puede resultar en un daño irreparable. El proceso iniciado en el caso que miramos fue dirigido por el Ministerio Público. La menor imputada no tuvo el espacio inicial de protección ofrecido por la Ley 88; no fue tratada como menor, no hubo confidencialidad, se divulgaron imágenes, se ofreció su nombre completo, su arresto y el inicio de su vista preliminar fueron transmitidos por televisión y redes. Se comprometieron todas las protecciones incluyendo el principio de presunción de inocencia que la cobija. Todo ello ocurre aun cuando ni siquiera hay claridad definitiva sobre cómo ocurrieron los hechos. Resulta encomiable la medida tomada por la jueza de vista preliminar en protección de la identidad pública de los menores que serán parte del proceso, incluyendo la imputada.
En este caso se despojó al tribunal de su rol adjudicativo inicial. El fiscal se convirtió en juez de causa y adjudicador de la jurisdicción. Esto también envuelve la confiabilidad del sistema judicial. Ni imaginar si su determinación no llenara las expectativas públicas.
Estas etapas preliminares requerían primero la validación del quantum de prueba del delito imputado y la determinación de la pérdida de jurisdicción, hecha por un tribunal riguroso, objetivo e independiente, antes de continuar el proceso como adulta. La justicia no puede operar por atajos. En casos tan graves como éste, el rigor procesal es parte de la justicia misma. Si el dolor lleva a saltarnos las garantías, estamos reaccionando, castigando, vengándonos, tomando esa justicia en nuestras propias manos.
Necesitamos una justicia firme, pero también garantista en su respeto por los derechos humanos, incluso en los momentos más difíciles. Que su ansia no nos convierta en lo mismo que condenamos. Que reconozca la gravedad de los actos, pero que respete los procesos. Una justicia que no confunda rigor con atropello. Porque proteger a la niñez, incluso cuando transgrede, es proteger el futuro de nuestra sociedad. Como sabiamente escuché decir: las virtudes de un sistema se prueban en los casos extremos.
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