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Por el licenciado Fernando Moreno Orama, decano de la Escuela de Derecho de la Pontificia Universidad Católica de Puerto Rico
El racismo tiene múltiples manifestaciones. Algunas, como la muerte por asfixia de George Floyd, son obvias y tienen la capacidad de estrujarnos el alma y conmovernos el corazón. Otras, más discretas y normalizadas, tienden a pasar por desapercibidas, pero sus efectos también pueden ser asfixiantes.
En ese último campo, están nuestros prejuicios. Como la palabra misma lo dice, esos juicios que ya tenemos, a veces inconscientes, pueden hacernos sentir superiores a otros por nuestra raza, sexo, condición social, origen nacional, entre otros tantos, y obviar la dignidad del otro, del diferente, del prójimo. Contra esas tenemos que luchar cada día. Tenemos que educarnos y entrenarnos para reconocer y enmendar en cada uno de nosotros esos «ismos» que construimos y nos construyeron que solo sirven para alejarnos de lo que por desconocimiento despreciamos.
Las protestas de las pasadas semanas, aunque han provocado conversaciones sobre cómo pensamos y actuamos individualmente, apuntan más contra el racismo institucionalizado que por siglos ha permeado todos los renglones de la sociedad, incluido el sistema de justicia. Ejemplos sobran. En Estados Unidos, las poblaciones afrodescendientes parecen vivir en un país completamente diferente al de las poblaciones blancas. La diferencia en tasas de encarcelamiento, pobreza y hasta mortalidad por el COVID-19 entre blancos y negros son espeluznantes.
Esa división no está sustentada por diferencia biológica o natural alguna. El racismo es una construcción social que históricamente ha sido avalada por todos los estamentos gubernamentales en beneficio de un sector opresor. En el 1787, quedó escrito en el texto de la Constitución de Estados Unidos que los esclavos contaban como 3/5 de una persona para efectos del censo y la representación poblacional ante el Congreso. Luego de la guerra civil y de la abolición de la esclavitud, las poblaciones afrodescendientes comenzaron a vivir otro tipo de explotación en un país que se negaba a integrar a quienes consideraba diferentes. Hace solo un poco más de 60 años que se declaró inconstitucional la segregación de las escuelas, así como las normas que prohibían el matrimonio interracial.
Todo eso también tiene algo que ver con nosotros, con nuestro país. Al mismo tiempo en que la Corte Suprema validaba las doctrinas segregacionistas, resolvía los casos insulares en los que jurídicamente bautiza a Puerto Rico como territorio no incorporado. Esa misma corte de jueces claramente racistas dispuso del destino de nuestro país hasta nuestros tiempos. Tan reciente como esta semana, la corte publicó su decisión unánime en el caso de Financial Oversight Board for PR v. Aurelius, en el que mantiene inalteradas las doctrinas de los casos insulares al tiempo en que validó la creación de un ente supraconstitucional como parte del sistema de gobierno puertorriqueño. Los miembros de la junta, resulta, son parte del gobierno local, pero son funcionarios federales los encargados de nombrarlos.
En fin, queda tanto por hacer. Son muchas las rodillas en nuestras nucas, literales y figurativas. En todos los niveles, desde los más íntimos hasta los más públicos, desde nuestras casas hasta los centros de poder económico y político, tenemos que encargarnos de zafarnos de las rodillas que nos asfixian pero también nosotros soltar las que usamos para asfixiar al prójimo. Hay formas de pensar que nos detienen como sociedad, como seres humanos. Este es un buen momento para cambiar todo eso. Mejor que yo, lo apalabró Tite Curet y lo cantó Maelo cuando nos recuerdan que además de caras lindas «somos la melaza que ríe, la melaza que llora, somos la melaza que ama, y en cada beso es conmovedora».
Justicia para Floyd.
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