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Por Carlos Iván Gorrín Peralta
Profesor de la Facultad de Derecho de la Universidad Interamericana de Puerto Rico.
4 Amicus, Rev. Pol Púb. y Leg. UIPR Núm.1 (2021)
Originalmente publicado el 20 de septiembre de 2021
Descarga aquí la separata con sus correspondientes notas (PDF)
El Congreso de los Estados Unidos está considerando una vez más diversas medidas legislativas sobre la relación entre Puerto Rico y los Estados Unidos. Los proyectos persiguen transformar la condición territorial en que se ha mantenido a nuestro país durante ciento veintitrés años.
Uno de ellos propone que la Cámara de Representantes repudie la doctrina de la no incorporación territorial que la Corte Suprema de los Estados Unidos elevó a rango constitucional en los Casos Insulares. Otra medida propone que el Congreso encamine un proceso para la admisión de Puerto Rico como estado de la unión. Un tercer proyecto persigue articular un proceso de libre determinación del pueblo de Puerto Rico mediante la convocatoria a una asamblea de estatus que articule opciones no territoriales para una futura relación en que el Congreso no ejerza poderes plenarios sobre nuestro país bajo la cláusula territorial de la Constitución federal.
Solo si uno sabe cómo llegó al presente, se puede proyectar exitosamente hacia el futuro. Para comprender las posibilidades de propuestas para una futura relación entre Puerto Rico y los Estados Unidos, hay que aclarar cómo se llegó a la relación actual, que comenzó en el 1898. En ese año los Estados Unidos conquistaron por la fuerza a Puerto Rico como parte de la guerra hispanoamericana, y luego "legalizaron" la conquista mediante el Tratado de París en que España cedió la soberanía que había ejercido durante cuatro siglos sobre nuestra tierra. Pero debemos remontarnos a mucho antes.
La adquisición de Puerto Rico, Guam y las Islas Filipinas como territorios de los Estados Unidos fue la última anexión del siglo XIX, y la culminación de un largo proceso de expansión territorial que había comenzado desde el nacimiento mismo de la república estadounidense. Mediante un primer Tratado de París, en el 1783, Gran Bretaña y los nuevos Estados Unidos de América pusieron fin a la guerra de independencia que había comenzado en 1775. En ese tratado, Inglaterra renunció no solo a la soberanía sobre sus trece colonias en la costa este de Norteamérica, sino que cedió a los Estados Unidos una franja inmensa de tierra que se extendía desde el límite occidental de los trece estados originales hasta el río Misisipi. Qué hacer con ese "territorio del noroeste" fue una de las grandes controversias de la incipiente nación. ¿De quién serían esas tierras? ¿Quién las controlaría?
Finalmente, en 1787 se aprobó la versión final de la "Ordenanza del Noroeste" por el Congreso Continental, que agrupaba delegados de los diversos estados. La Ordenanza articuló lo que luego sería la expansión territorial de la nación. El "territorio" sería parte de los Estados Unidos a perpetuidad, su control estaría en manos de los Estados Unidos y no de los estados individuales. El plan contemplaba la colonización de las tierras por personas de los diversos estados que migraran, se apropia-ran de las tierras y se establecieran en ese territorio al oeste. Por supuesto, los habitantes de estas tierras retendrían los mismos derechos que tenían en sus estados de origen, a diferencia de los habitantes originales de las tierras, a los que no se les reconocían dichos derechos. Cuando hubiera suficiente población, el Congreso podría establecer un gobierno territorial para administrar porciones del inmenso territorio, y eventualmente, cuando se justificara, a esos nuevos territorios segregados se les admitiría como nuevos estados.
El plan articulado en la Ordenanza se incorporó al texto de la Constitución que se redactó también en 1787, en Philadelphia, y que entraría en vigor en 1789, luego de su ratificación por nueve de los estados. El artículo IV, sección 3, cláusula 1, de la nueva constitución delineó el plan a seguir; la disposición delega al Congreso el poder de admitir nuevos estados. La siguiente cláusula dispone que el Congreso tendría el poder de disponer del territorio y establecer las reglas y reglamentos que estimara necesarias. Poco después de entrar en vigor la nueva constitución se hizo uso de estas disposiciones. El Congreso admitió como nuevos estados a Vermont en 1791, a Kentucky en 1792, a Tenesí en 1796, y a Ohio en 1802.
Estas disposiciones constitucionales se refieren —en singular— a "the territory", es decir el territorio adquirido de Gran Bretaña y contemplado poco después en la Ordenanza del Noroeste. Pero luego se habrían de interpretar como instrumento jurídico para la expansión de las fronteras del país más allá del Misisipi. En 1803, mediante la compra de la Luisiana francesa, Thomas Jefferson prácticamente duplicó el territorio nacional de los Estados Unidos. Con esa adquisición la frontera se extendió desde lo que se conoce ahora como el estado de Luisiana hacia el noroeste hasta Montana, las Dakotas y Minesota. Desde San Luis en el Misisipi Jefferson envió una expedición para explorar el camino hasta el océano Pacífico. Entre 1818 y 1820 los Estados Unidos adquirirían la Florida de España.
Luego, entre 1845 y 1948, adquirirían mediante conquista la mitad del territorio nacional de México, que se convertiría en Texas, Nuevo México, Colorado, Arizona, Utah, Nevada y California. En 1846 habían adquirido de Gran Bretaña el Territorio de Oregón, que luego se convertiría en los estados de Oregón, Idaho y Washington. En 1867 le compraron Alaska al Zar de Rusia. En 1893 facilitaron un golpe de estado en el Reino de Hawái para solicitar la anexión como territorio en 1898.
Todas estas adquisiciones siguieron el modelo de la Ordenanza del Noroeste. Con el fin de extender las fronteras de la nación, todos los instrumentos de anexión dispusieron que se adquirían los territorios como parte de los Estados Unidos a perpetuidad, para ser colonizados por estadounidenses que tendrían la ciudadanía y los derechos de los ciudadanos de los estados originales. Desde la anexión se tomó la decisión de que el Congreso los admitiría como nuevos estados cuando se dieran las condiciones poblacionales, políticas y económicas idóneas para justificar la admisión.
En 1898 ocurrió algo muy distinto con la adquisición de Puerto Rico, Guam y las Islas Filipinas, conquistadas en la guerra hispano-americana. Esa anexión no perseguía la expansión de las fronteras. Perseguía propósitos económicos, estratégicos y geopolíticos. La pujante economía estadounidense que surgió de la revolución industrial en el siglo XIX, y que se enfrentó a dificultades hacia fines del siglo, necesitaba de nuevas fuentes de materia prima barata, nuevos mercados cautivos para los produc-tos de la pujante producción y lugares para la inversión de capital excedente, para producir más riqueza en condiciones controladas que facilitaran la explotación de mano de obra barata. Los retazos del antiguo imperio español al este de Asia y en el Pacífico resultaban atractivos para entrar al mercado asiático. Cuba y Puerto Rico proveerían acceso al mercado latinoamericano, y seguridad para controlar el Caribe, donde ya se vislumbraba retomar la obra que no pudieron terminar los franceses para abrir un canal interoceánico en Panamá. Por supuesto, los intereses económicos estadounidenses requerirían protección mediante presencia militar y el ingreso de los Estados Unidos al exclusivo club de los imperios coloniales europeos, con los que querían competir.
Estos motivos distintos para la adquisición de los nuevos territorios se combinaron con las características diferentes de los países conquistados. Eran tierras lejanas, pobladas por pueblos de composición racial, culturas, lenguas, religiones, culturas políticas y sistema jurídico muy diferentes. En consecuencia, no hubo voluntad alguna de reproducir en el tratado de anexión los conceptos que se habían incorporado a los previos instrumentos de anexión. En esta ocasión no se perseguía incorporar a los nuevos territorios para que fueran parte de la nación; solo se buscaba su explotación económica y estratégica. Por esa razón, el Tratado de París de 1898 con España se limita a decir que "[l]os derechos civiles y el estatus político de los habitantes nativos . . . serán determinados por el Congreso". Nada se dijo de que serían ciudadanos de los Estados Unidos, o que tendrían protecciones constitucionales. Mucho menos hay indicación alguna de que fueran a convertirse en estados como los territorios adquiridos anteriormente.
La adquisición de estas nuevas tierras provocó un intenso debate en los Estados Unidos, entre los autodenominados "imperialistas" que abogaban por la deseabilidad de ampliar el imperio estadounidense, aunque no las fronteras, y los "antiimperialistas" que sostenían que bajo el esquema constitucional imperante no era posible conquistar y gobernar otras tierras que no fueran parte del país, pero los pueblos de estos nuevos territorios no podían serlo por tratarse de poblaciones inferiores que no eran capaces de gobernarse civilizadamente ni de ser parte de la nación. El debate se extendió a importantes centros de la intelligentsia jurídica. Académicos de Harvard y Yale publicaron importantes artículos que proponían diversas formas de manejar las nuevas posesiones.
Ya iniciado el siglo XX, el debate se trasladó al escenario judicial. A partir del 1901 la Corte Suprema de los Estados Unidos decidió los llamados casos insulares, que diferenciaron a los territorios adquiridos bajo el anterior esquema de expansión territorial para ampliar las fronteras de la nación, y los nuevos "territorios no incorporados" que serían posesiones, pero no parte de los Estados Unidos. Reconocieron que la Constitución le delegaba al Congreso el poder de gobernar estas posesiones, pero no sería de aplicación ex proprio vigore en los nuevos territorios, salvo aquellas disposiciones que el Congreso extendiera al territorio y aquellas que garantizaran derechos fundamentales de la persona. Solo mediante una declaración expresa del Congreso podría uno de estos territorios no incorporados convertirse en parte de los Estados Unidos. La Corte Suprema constitucionalizó de esta forma la teoría imperialista que ha servido de fundamento jurídico a la política territorial de los Estados Unidos desde entonces.
Las leyes orgánicas Foraker de 1900 y Jones de 1917 se cimentan sobre esta doctrina jurídica. El gobierno civil que dispusieron estas leyes para el territorio sería un brazo del gobierno federal. A mediados del siglo XX, los Estados Unidos ejercieron abiertamente el poder constitucional que delega al Congreso la cláusula territorial de la Constitución federal y autorizaron mediante la Ley Pública 600 de 1950 que la convención constituyente redactara una constitución que el Congreso tendría que aprobar para que entrara en vigor. A partir de la creación del "Estado Libre Asociado" entre 1950 y 1952 se construyó —y muchas personas creyeron— la teoría de que se había acordado un "pacto bilateral" entre el Congreso y el pueblo de Puerto Rico que regiría desde ese momento la relación. Se insistió en que la relación había sufrido un cambio constitucional, que Puerto Rico había dejado de ser territorio no incorporado de los Estados Unidos y que el Congreso ya no ejercía poderes plenarios bajo la cláusula territorial.
Por supuesto, la teoría del pacto bilateral resultó ser un engaño, un mito, un espejismo que se ha esfumado durante las últimas dos décadas. Las tres ramas del gobierno de los Estados Unidos han reafirmado la territorialidad de la relación.
La rama ejecutiva lo ha hecho mediante el Grupo de Trabajo del Presidente sobre el Estatus de Puerto Rico. El grupo fue inicialmente designado por el presidente Bill Clinton, reactivado por el presidente George W. Bush, hijo, y luego por el presidente Barack Obama. En tres informes de 2005, 2007 y 2011, el grupo ha reiterado el carácter territorial de la relación, al punto de aseverar que el poder del Congreso es tan plenario que los Estados Unidos podrían cederle a otro país la soberanía sobre Puerto Rico, sin consultar al pueblo de Puerto Rico.
En la rama legislativa, durante más de tres décadas se han presentado al Congreso diversos proyectos de ley sobre la relación con Puerto Rico, siempre invocando su poder territorial como fuente de poder constitucional. En 2016 aprobó la ley PROMESA, invocando explícitamente dicho poder para crear una Junta de Supervisión integrada por siete personas designadas por el presidente y el liderato congresional, para tomar las riendas del gobierno de Puerto Rico ante la crisis de la deuda pública impagable en que sucesivos gobiernos han sumido al país. La junta puede revisar cualquier decisión del gobierno de Puerto Rico que considere incompatible con el plan fiscal que la ley la autoriza a aprobar. El estatuto dispone que la junta no es un organismo federal sino parte del gobierno de Puerto Rico, aunque no ha sido creada por las estructuras creadas por la constitución de Puerto Rico.
La Corte Suprema de los Estados Unidos también ha señalado, desde 1980, que el Congreso puede legislar sobre Puerto Rico en ejercicio de los poderes que le delega la cláusula territorial de la constitución federal para legislar para Puerto Rico de manera distinta como lo hace para los estados. Mucho más recientemente, las decisiones de diversos casos reiteran el carácter territorial de la relación. Puerto Rico carece de soberanía, la cual radica enteramente en el Congreso de los Estados Unidos. En virtud de esa soberanía, el Congreso tiene poder plenario para legislar sobre Puerto Rico, haciendo inaplicable legislación federal previamente aplicable, o creando en la ley PROMESA una junta cuya composición no tiene que ajustarse a lo dispuesto en la Constitución federal para nombramientos con el consejo y consentimiento del Senado.
La doctrina constitucional de los Estados Unidos respecto al territorio no incorporado de Puerto Rico, validada por la Corte Suprema a principios del siglo XX viola las obligaciones internacionales asumidas por los Estados Unidos hacia fines del siglo, específicamente el derecho que tienen todos los pueblos a su libre determinación e independencia.
Son varias las fuentes de derecho internacional que reconocen este derecho. Resoluciones reiteradas de la Asamblea General de Naciones Unidas son evidencia de que el concepto de libre determinación ha dejado de ser una aspiración o principio moral para convertirse en norma de derecho consuetudinario generalmente aceptada, que obliga a todas las naciones. Así ha ocurrido con el derecho a la libre determinación expresado en diversas resoluciones de la Asamblea General desde hace seis décadas, evidenciando el grado de aceptación general del derecho como norma vinculante para todas las naciones.
El derecho de tratados es otra de las fuentes de normas de derecho internacional. La Carta de Naciones Unidas, un tratado multilateral, proclama que uno de los objetivos principales de la organización es el derecho de los pueblos coloniales a su libre determinación, y obliga a los estados miembros a respetar y promover dicho derecho. Además, los Pactos Internacionales de Derechos Humanos, tanto los Económicos, Sociales y Culturales como los Civiles y Políticos, aprobados por la Asamblea General en 1966, contienen un artículo 1 en común que reconoce el derecho de todos los pueblos a su libre determinación, y obliga a los estados partes del tratado a respetar y promover dicho derecho. Dispone el texto de dicho artículo primero lo siguiente.
1. Todos los pueblos tienen el derecho de libre determinación. En virtud de este derecho establecen libremente su condición política y proveen asimismo a su desarrollo económico, social y cultural.
. . .
3. Los Estados partes en el presente Pacto, incluso los que tienen la responsabilidad de administrar territorios no autónomos y territorios en fideicomiso, promoverán el ejercicio del derecho de libre determinación y respetarán este derecho de conformidad con las disposiciones de la Carta de las Naciones Unidas.
El tercer párrafo del artículo es particularmente importante. Toda potencia colonial que suscriba el pacto tiene la obligación de promover, mediante acción positiva, la realización de la libre determinación y en definitiva ceder sus poderes al pueblo colonizado.
Por último, la jurisprudencia de la Corte Internacional de Justicia ha reconocido reiteradamente el derecho a la libre determinación de los pueblos en los casos de Namibia (1971); Sahara Occidental (1975), Timor del Este (1995) y el Archipiélago de las Islas Chagos (2019).
Desde hace más de un siglo, la Corte Suprema de los Estados Unidos resolvió que el derecho internacional forma parte del derecho federal de los Estados Unidos. Bajo la presidencia de Jimmy Carter, los Estados Unidos suscribieron ambos Pactos Internacionales de Derechos Humanos, y bajo la presidencia de George Bush, padre, el Pacto de Derechos Civiles y Políticos entró en vigor para los EE. UU. el 8 de junio de 1992, luego de la aprobación por el Senado. Desde ese momento, forma parte de la "ley suprema del país" el antecitado artículo 1 de dicho tratado internacional.
La doctrina constitucional de la no incorporación territorial que rige la relación entre Puerto Rico y los Estados Unidos desde principios de siglo XX, permite el ejercicio de poderes plenarios por el Congreso sin que Puerto Rico haya tenido la oportunidad de ejercer su derecho a la libre determinación. Por lo tanto, dicha doctrina constitucional contradice abiertamente la obligación legal asumida por los Estados Unidos de respetar y promover la libre determinación del pueblo de Puerto Rico.
Lamentablemente, el poder judicial de los Estados Unidos es renuente a aplicar el derecho internacional, cuando se trata de normas que obligan a los Estados Unidos. Desde principios del siglo XIX, la Corte Suprema adoptó la norma de la no autoejecutabilidad de los tratados mediante acciones ante el poder judicial, a menos que el Congreso haya aprobado legislación que lo autorice, especialmente cuando la aprobación senatorial del tratado viene acompañada de una "declaración" de que no es autoejecutable, como ocurrió con la aprobación del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos. La doctrina ha sido severamente criticada dentro y fuera de los Estados Unidos. Pero su continuada vigencia coloca al pueblo Puerto Rico en la enigmática posición de ser titular de un derecho humano que no puede vindicar ante el poder judicial de los Estados Unidos, que son precisamente los que se lo violentan cada día que pasa sin la oportunidad de ejercer su derecho a la libre determinación.
Además de reconocer el derecho de todos los pueblos a la libre determinación, la comunidad internacional ha considerado tres alternativas descolonizadoras por las que el pueblo puede optar: el ejercicio pleno de la soberanía mediante la independencia; el ejercicio compartido de la soberanía con un pacto de libre asociación, y el ejercicio de soberanía compartida mediante la integración de la colonia a su metrópolis con participación en sus procesos gubernamentales. En el contexto de la relación entre Puerto Rico y los Estados Unidos, estas opciones son la independencia, la libre asociación y la integración mediante la admisión como estado de la federación.
La territorialidad (carencia de soberanía)
Cabe señalar que la territorialidad existente no es una opción descolonizadora porque bajo la Constitución de los Estados Unidos presupone la carencia de soberanía por los habitantes del territorio, la cual radica únicamente en el Congreso, que ejerce bajo la cláusula territorial poderes plenarios sobre el territorio colonial. Es la negación del principio fundamental del constitucionalismo moderno, que parte de la premisa que el único gobierno legítimo es el que cuenta con el consentimiento y participación del pueblo en sus decisiones políticas. Ese es precisamente el problema; no puede ser la solución.
La admisión como estado (soberanía compartida)
Hay que considerar varios aspectos importantes en cuanto a la opción de que el Congreso admita a Puerto Rico como estado. Según la constitución federal, la facultad de admitir nuevos estados es un poder puramente político del Congreso. No existe tal cosa como "derecho a la estadidad". Ningún territorio tiene derecho a que se le admita como estado. La única limitación a dicho poder político, según la jurisprudencia de la Corte Suprema, es la doctrina de equal footing. Desde la Ordenanza de Noroeste, que contemplaba la admisión de nuevos estados mediante la fragmentación del inmenso territorio del noroeste, se dispuso que los nuevos estados se admitirían en condiciones de igualdad con los estados originales. En la práctica de la admisión de treinta y siete nuevos estados, el Congreso ha hecho distintas concesiones de naturaleza económica que han dependido de las características particulares del territorio. También ha impuesto diversas condiciones que el territorio tendría que cumplir para que se aprobara su admisión. Por ejemplo, en los procesos de admisión de cuatro estados con poblaciones significativas que hablaban idiomas distintos al inglés —Luisiana (1812), Oklahoma (1907), Arizona (1912) y Nuevo México (1912)— el Congreso requirió como condición que debían utilizar el idioma inglés en procesos ejecutivos y legislativos y en el sistema de educación. De especial significación resulta la condición impuesta a Oklahoma en 1907, a los efectos de que no podría cambiar su ciudad capital. Como todos los estados tienen la capacidad soberana de determinar dónde radica su sede de gobierno, esa condición resultó inconstitucional por violentar la doctrina de equal footing en cuanto a poderes soberanos.
Más allá de consideraciones jurídicas, el Congreso ha sido consistente en la aplicación de tres criterios políticos al momento de aprobar la admisión de uno de sus territorios —todos incorporados desde el momento de su anexión, y destinados a convertirse en estados.
1. Los habitantes del territorio han internalizado y simpatizan con (be imbued and sympathetic) con la forma de gobierno americana.
2. La mayoría desea la admisión (en el contexto de los treinta y siete terri-torios incorporados, destinados desde la anexión como territorios, y a perpetuidad, que serían parte de los Estados Unidos y que algún día serían estados).
3. La economía del territorio es lo suficientemente sólida para sostener el gobierno estatal y aportar al tesoro federal.
El Congreso tendría que considerar si es viable para los Estados Unidos la admisión como estado de un pueblo latinoamericano y caribeño, profundamente dividido en cuanto a lo que interesa como destino final, y con una economía en bancarrota.
La libre asociación (soberanía compartida)
Esta alternativa se ha utilizado por varias comunidades insulares muy pequeñas y aisladas en el Pacífico. Mediante tratados de asociación, los pueblos de estas islas, en ejercicio de su soberanía, le han delegado ciertos poderes limitados a la nación con la que se asocian, y se reservan todos los demás poderes inherentes a su soberanía. Los acuerdos existentes son de duración definida, al final de la cual se renegocian los términos de la relación de conformidad con las necesidades y requerimientos de ambas partes.
Los Estados Unidos han entrado en este tipo de arreglo con tres comunidades insulares: la República de Palau; los Estados Federados de Micronesia; y la República de las Islas Marshall. Todas estas islas juntas tienen una escasa población que se acerca a la población del municipio de Ponce en Puerto Rico. Curiosamente, estas islas nunca fueron territorios de los Estados Unidos. Al terminar la Segunda Guerra Mundial, la Organización de Naciones Unidas le encomendó la administración de estas comunidades previamente ocupadas por Japón, a los Estados Unidos. A partir de los años setenta del siglo pasado comenzó un proceso de negociación que luego culminó en acuerdos mutuamente beneficiosos. En el contexto de Puerto Rico, que sí es un territorio no incorporado de los Estados Unidos, el Congreso tiene el poder constitucional de "disponer del territorio" y renunciar a sus poderes territoriales, como contempla la cláusula territorial de la Constitución, y bajo el poder de suscribir tratados, pactar con el nuevo gobierno de Puerto Rico una nueva relación no territorial ni colonial.
La independencia (soberanía plena)
La independencia es la alternativa natural por la que se ha encaminado la mayoría de los países. Fue también la opción favorecida mayoritariamente en Puerto Rico durante la primera mitad del siglo XX. El apoyo electoral a esta alternativa ha mermado en las últimas décadas como resultado de restricciones a nuestra economía, amortiguadas por transferencias federales que fomentan no el desarrollo sino la dependencia económica, la indoctrinación de nuestra juventud, la criminalización, la persecución y la represión del independentismo. También fue la opción preferida del gobierno de los Estados Unidos cuando se percató de que era en el mayor interés nacional disponer de otro territorio no incorporado, reconoció la independencia de las Islas Filipinas y ha mantenido desde entonces relaciones amistosas de mutuo beneficio.
La independencia le brindaría al pueblo de Puerto Rico los plenos poderes de la soberanía para desvincularse de la camisa de fuerza que impone el federalismo de los Estados Unidos y promover su propio desarrollo económico. Y a los Estados Unidos les convendría más un Puerto Rico independiente próspero que una colonia quebrada o un estado habitado por una nacionalidad distinta que le saldrá más caro que la colonia misma.
Repudio a los casos insulares y de la teoría de no incorporación territorial
El Rep. Raúl M. Grijalva presentó a principios de año la Resolución de la Cámara 279, que pretende expresar el repudio de dicho cuerpo legislativo a "la doctrina de la incorporación territorial" articulada por la Corte Suprema en los Casos Insulares porque son "reliquias de visiones raciales de otra época". Por supuesto, como mera resolución de la Cámara, si la medida fuera aprobada realmente no tendría efecto jurídico alguno; sería una mera expresión mayoritaria del cuerpo, quizá simbólica, pero sin significación ni consecuencias legales. Eso hace al proyecto insustancial, sin importancia. Es una mera invitación no vinculante al poder judicial para que abandone la doctrina que ha "legalizado" el colonialismo constitucional de los Estados Unidos.
Pero ese es el menor de sus problemas. El lenguaje de los casos insulares, decididos por una Corte Suprema profundamente racista, en una época en que prevalecían las leyes segregacionistas de Jim Crow, estaban motivadas por un desvergonzado racismo. Pero el verdadero fundamento ideológico de los casos insulares no era el racismo sino el imperialismo autoproclamado por los más influyentes personajes de la política, la economía, los medios informativos y la intelligentsia jurídica y académica de la época. Al hacer caso omiso de ese substrato de la vergonzosa jurisprudencia colonialista, el proyecto Grijalva evade y encubre el verdadero problema detrás de la territorialidad no incorporada.
El proyecto adolece de otra gran deficiencia. Son muchas las interrogantes que deja sin contestar en torno a los posibles efectos de que las cortes aceptaran la invitación de revocar judicialmente la doctrina de los casos insulares. ¿Si desaparece la distinción resultante de dicha jurisprudencia entre los "territorios incorporados" y los "no incorporados" entonces todos los territorios actuales serían como los anteriores? ¿Serían simplemente territorios, sin apellido, sujetos como antes al diseño de la Ordenanza del Noroeste? ¿Los actuales territorios entonces formarían parte de los Estados Unidos, sus habitantes serían todos ciudadanos de los Estados Unidos, la Constitución sería plenamente aplicable ex proprio vigore, y sería cuestión de tiempo que se les admitiera como estados? ¿Será esto un intento de traer la estadidad por la cocina judicial? ¿Por el contrario, no se les consideraría parte de los Estados Unidos destinados a ser estados, pero continuarían siendo territorios sujetos a los poderes plenarios bajo la cláusula territorial mientras el Congreso quiera mantener esta degra-dante condición colonial que violenta las obligaciones internacionales de los Estados Unidos? ¿Será entonces un mero cambio de nombre, sin modificar la sustancia de la relación colonial? ¿Se habrían ampliado las fronteras de la nación por determinación judicial, no como decisión de las ramas políticas? ¿Peor aún, esto ocurriría sin haber consultado a los respectivos pueblos de Puerto Rico, Guam, Samoa Americana, las Islas Marianas del Norte y las Islas Vírgenes?
Debemos repudiar no solo el colonialismo de los casos insulares, sino el implícito en un proyecto "simbólico" como la Resolución de la Cámara 279.
Admisión de Puerto Rico como estado
El Representante Darren Soto, del estado de Florida, y la Comisionada Residente de Puerto Rico, Jennifer González Colón, presentaron un proyecto de ley —que se conocería como el Puerto Rico Statehood Admission Act— para "proveer la admisión del Estado de Puerto Rico a la Unión". El proyecto dispone la admisión del nuevo estado mediante proclama del presidente de los Estados Unidos luego de la celebración de un referéndum en que los votantes podrían "ratificar" la proposición de admitir a Puerto Rico como estado mediante un voto de SÍ o NO. En votación separada, el proyecto autorizaría la elección de dos senadores y cuatro representantes a la Cámara, independientemente del resultado de la votación sobre la proposición de admitir o no a Puerto Rico.
La sección 2 del proyecto se apoya en una detallada lista de determinaciones (findings) que pretenden servir de fundamentos históricos a las disposiciones normativas. Algunas de esas determinaciones son interpretaciones erróneas de la historia. Por ejemplo, la determinación número 3 parece sugerir que los casos insulares son el resultado del racismo flagrante que motivó la famosa e infame decisión de Plessy v. Ferguson en 1896, que validó la segregación racial. Sin duda hay un ingrediente racista en los casos insulares, pero su ideología fundamental es la del imperialismo, igualmente repudiable. Esta "determinación" ofusca el problema de la territorialidad con un reclamo de "derechos civiles" para apelar a los sectores liberales en los Estados Unidos que luchan contra la discriminación racial. El nuestro no es un problema de "derechos civiles" de los individuos, como ese concepto se emplea en los Estados Unidos, limitado al problema ancestral del racismo y la discriminación. Se trata de un problema de violación del derecho colectivo de los pueblos a la libre determinación.
La determinación número 4 de la sección 2 también presenta problemas al aseverar que en el 1917 el Congreso concedió ciudadanía estatutaria a los residentes de Puerto Rico, y que "[d]icha acción históricamente ha conducido a la incorporación y eventual estadidad pero le fue denegada a Puerto Rico debido a anomalías que emanan de la decisión de Downes de 1901 y su progenie, aunque compañeros americanos (fellow Americans) en Hawái y Alaska alcanzaron la estadidad". No es correcto. Históricamente el Congreso incorporó a los territorios adquiridos hasta el 1898 desde el momento de su adquisición, haciéndolos parte integral de los Estados Unidos con miras a eventualmente admitirlos como estados. En consecuencia, desde ese momento se dispuso que la Constitución sería de aplicación ex propio vigore y los habitantes, que serían ciudadanos de los Estados Unidos, disfrutarían de todos los derechos de los habitantes de los estados originales. La ciudadanía no conduce a la incorporación y la admisión. Es al revés; la decisión de incorporar y eventualmente admitir resulta en el reconocimiento de la ciudadanía y la plenitud de derechos constitucionales. Por supuesto, Alaska y Hawái fueron anexados desde un principio como parte de los Estados Unidos, y sus habitantes serían ciudadanos desde ese momento. Nuestra situación es muy distinta. Lo que postula el proyecto no es históricamente correcto, sino engañoso.
Esta tergiversación se vuelve a manifestar en la determinación final de la sección 2 del proyecto, la cual asevera que "a [n]ingún territorio grande y populoso de los Estados Unidos habitado por ciudadanos americanos que haya peticionado por la estadidad se le ha negado admisión a la Unión". Eso podrá ser literalmente cierto, pero ignora por completo que solo territorios incorporados que ya eran parte de los Estados Unidos y destinados desde la anexión a convertirse en estados, han reclamado que había llegado el momento de así serlo, de conformidad con el designio congresional desde el momento de la anexión. La situación de Puerto Rico es totalmente distinta; por ser territorio no incorporado, no es parte de los Estados Unidos, los cuales nunca han tenido la intención de que sea uno de sus estados.
Por otro lado, el proyecto plantea un problema político fundamental. La decisión de admitir está delegada constitucionalmente al Congreso en la cláusula de admisión de nuevos estados. Históricamente, el Congreso ha admitido nuevos estados luego de un cuidadoso análisis de la situación política, cultural y económica del territorio. En múltiples ocasiones el proceso ha consistido de varias etapas; luego de una "ley habilitadora" (enabling act) que impone condiciones a la admisión, se aprueba posteriormente la definitiva "ley de admisión" (admission act) que constituye la determinación congresional final. Este proyecto pretende que el Congreso se comprometa de antemano con la admisión antes de que haya una demostración clara de que se han cumplido los requisitos históricos para acceder a la estadidad. Luego de una votación de SÍ o NO por mayoría simple, este proyecto propone que mediante proclama presidencial, y no mediante la aprobación de una ley de admisión, se considere a Puerto Rico admitido como estado. Nunca ha sido así el proceso de admisión de nuevos estados durante más de dos siglos.
No parece haber ambiente en el Congreso para modificar esa larga tradición. Aun si en la Cámara tuviese alguna posibilidad este proyecto, el Senado ciertamente no lo aprobaría. El Senador Joseph Manchin, de West Virginia, ha llegado al extremo —probablemente errado— de sugerir que la admisión del estado de Puerto Rico requeriría una enmienda constitucional.
Libre determinación mediante la convocatoria a una asamblea de estatus
Las representantes Nydia Velázquez y Alexandria Ocasio-Cortez, ambas del estado de Nueva York, han presentado un proyecto de ley, que se conocería como Puerto Rico Self-Determination Act of 2021, para iniciar un proceso de libre determinación del pueblo de Puerto Rico. En sus determinaciones (findings) iniciales, el proyecto describe a grandes rasgos el desarrollo de la relación entre Puerto Rico y los Estados Unidos. Recuenta las diversas etapas, desde la conquista en el 1898, la aprobación de leyes orgánicas por el Congreso para estructurar el gobierno del "territorio no incorporado", y la aprobación congresional de la Ley 600 a mediados de siglo, que autorizó la creación de un "gobierno constitucional" para atender asuntos locales. Las determinaciones iniciales también reconocen que en virtud del derecho de libre determinación, el pueblo de Puerto Rico puede determinar libremente su estatus político y buscar libremente su desarrollo económico, social y cultural. Así mismo reconoce que, en virtud del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, los Estados Unidos tienen el deber legal de cumplir con dicho derecho del pueblo de Puerto Rico.
A base de estas premisas, el proyecto reconoce que la legislatura de Puerto Rico tiene un poder inherente para convocar a una convención de estatus para definir alternativas para el futuro estatus de Puerto Rico, que no estén sujetas a los poderes congresionales bajo la cláusula territorial. Para cada opción, la convención debe diseñar un plan de transición, y las opciones definidas se presentarían al pueblo en un referéndum, luego de una campaña de educación sobre las alternativas definidas. El proyecto contempla crear una comisión integrada por representantes y senadores que se reunirían con delegados de la convención para negociar los posibles términos de las alternativas, formular recomendaciones e informar a la Cámara y el Senado. Esas discusiones podrían abarcar una amplia gama de asuntos que plantean las diversas alternativas descolonizadoras como lo son la cultura, el lenguaje, el sistema judicial, el sistema educativo, los impuestos y la ciudadanía estadounidense. Eventualmente, luego del referéndum en que el pueblo expresara su preferencia, el asunto lo consideraría el Congreso, que podría ratificar la decisión mediante resolución conjunta.
Este proyecto parte de premisas históricas y jurídicas reales y correctas. Su aprobación constituiría un hito histórico sin precedente en la relación entre nuestros dos países, porque iniciaría el proceso para que el Congreso "disponga del territorio" de conformidad con el poder que le delega la cláusula territorial. El proyecto propone un proceso de discusión con representantes legítimos de los diversos sectores políticos de Puerto Rico, para atender todas las interrogantes que el pueblo necesita aclarar antes de emitir una decisión informada. No solo sabríamos con mayor certeza lo que implican las diversas opciones. También se aclararían las alternativas que el Congreso y el gobierno de los Estados Unidos estarían realmente dispuestos a considerar en la construcción de una nueva relación. El proyecto plantea la posibilidad de que esa nueva relación no continúe basada en la subordinación y la dependencia, sino en respeto mutuo y desarrollo sustentable, para beneficio de los pueblos de ambos países.